La parte de América sometida desde el siglo XVI al dominio colonial español y que entre el siglo XVII y comienzos del XVIII había pasado por una situación crítica de descontrol externo (piratería, contrabando generalizado e intervención de otras potencias europeas, destacadamente Inglaterra) mientras se asentaba un cierto autogobierno local en cuestiones internas; para mediados del siglo XVIII ya se había establizado. La estructura social era la de una pirámide de castas en la que, por encima de la gran mayoría de indígenas, mestizos, mulatos y negros (cuya opinión no contaba, y tampoco contó en el proceso de independencia), se alzaba una próspera clase de hacendados y mercaderes españoles nacidos en América (los criollos), que cada vez soportaba peor las numerosas trabas administrativas, legales, burocráticas o mercantiles impuestas por la metrópolis, y la práctica que reservaba comúnmente los altos cargos a peninsulares nombrados en la lejana Corte. Los criollos buscaban no tanto emanciparse como cambiar en su beneficio las relaciones de poder; solo una minoría ideologizada de exaltados, buena parte agrupados en logias masónicas como la Logia Lautarina, tenían la independencia como uno de sus propósitos. Las reformas ilustradas que desde Carlos III fueron relajando el monopolio comercial de Cádiz en beneficio de otros puertos peninsulares o de países neutrales (Decretos de libertad de comercio con América, 1765, 1778 y 1797), no fueron consideradas suficientemente atractivas. Otras propuestas más radicales, que pretendían una reestructuración del sistema virreinal dotando a los reinos americanos de cierto grado de autonomía, no fueron tenidos en cuenta por las estructuras de poder de la monarquía. Las numerosas expediciones científicas que durante el siglo XVIII recorrieron el continente con el objetivo de aumentar control sobre el territorio a partir del conocimiento no tuvieron el resultado deseado.
La independencia no se inició a partir de rebeliones indigenistas, como la de Túpac Amaru (1781); sino que el desencadenante del proceso fue el cautiverio de Fernando VII al inicio de la Guerra de Independencia Española (1808). Napoleón Bonaparte envió emisarios a América para exigir el reconocimiento de su hermano José I Bonaparte como rey de España. Las autoridades locales se negaron a someterse, por razones tanto externas como internas. Externamente era evidente la debilidad de la posición francesa en ese continente (fracasos de Napoleón en retener la Luisiana, vendida a Estados Unidos en 1803, y Haití, independizado en 1804) frente a la más efectiva presencia británica (invasiones inglesas en el Río de la Plata, 1806-07) que gracias a su predominio naval y económico, y a la habilidad con que dosificó su apoyo político a las nuevas repúblicas, terminó convirtiéndose en la potencia neocolonial de toda la zona, y de hecho el principal beneficiario de la disgregación del imperio español. Internamente existía la presión de una movilización popular muy similar a la que simultáneamente estaba produciéndose en la Península, a la que se añadía en este caso el sentimiento independentista (primero minoritario pero cada vez más extendido entre los criollos). El movimiento juntista, en nombre del rey cautivo o invocando el poder nacional soberano (en consonancia con la ideología liberal) organizó Juntas de Gobierno convocadas en cada capital de gobernación o virreinato, aprovechando la ocasión para introducir reformas económicas, incluyendo la libertad de comercio o la libertad de vientres. Las Juntas americanas no tuvieron una integración, como sí las peninsulares, en las nuevas instituciones que se formaron en Cádiz (Regencia y Cortes de Cádiz), y las autoridades enviadas por estas para restablecer la normalidad institucional en América no fueron recibidas con normalidad. Los elementos más fidelistas o realistas se enfrentaron a los juntistas, mediante maniobras políticas (arresto del virrey Iturrigaray en México) o incluso abiertamente y por mano militar (enfrentamiento entre Miranda y Monteverde en Venezuela o Artigas y Elío en Río de la Plata), sobre todo tras la victoria del bando patriota en la Guerra de Independencia Española, que trajo como consecuencia la reposición en el trono de Fernando VII (1814). En consonancia con la política de restauración absolutista emprendida en la Península, se inició una movilización militar para abatir el movimiento insurgente de las colonias, cada vez más emancipadas de hecho. Los patriotas americanos quedaron definitivamente abocados a luchar inequívocamente por la independencia, al ser evidente que tanto la libertad política como la económica estaba vinculada a ella y no podría conseguirse como concesión del gobierno absolutista de Fernando. Se formaron ejércitos, y en campañas militares de varios años, los caudillos libertadores consiguieron acabar con la presencia española en el continente, muy debilitada y no eficazmente renovada (el cuerpo expedicionario reunido en Cádiz en 1820 no embarcó a su destino, sino que se utilizó por el militar liberal Rafael de Riego para forzar al rey a someterse a la Constitución durante el llamado trienio liberal). La independencia hispanoamericana fue así, a la vez, tanto una de las principales consecuencias como una de las principales causas de la crisis final del Antiguo Régimen en España.36
José de San Martín invadió Chile desde Argentina (1817), y desde allí Perú, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins (1822), para conectar con las fuerzas dirigidas por Simón Bolívar. Este había desarrollado previamente exitosas campañas (batallas de Carabobo, 1814 y Boyacá, 1819) por la zona que pasó a denominarse Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador); aunque no logró el triunfo decisivo hasta que uno de sus lugartenientes, el Mariscal José de Sucre derrotó al último bastión realista enclavado en la zona de Perú y Bolivia (denominada así en su honor) en las batallas de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824). Paralelamente, en México se desarrolló un movimiento revolucionario propio, que llevó a la proclamación de la independencia por Agustín de Iturbide, nombrado Emperador (1821), título derivado de la posibilidad, ofrecida a Fernando VII y rechazada por este, de restablecer la monarquía española en América de una manera pactada, con un título imperial y sin competencias efectivas. También San Martín había propuesto una solución semejante, a la que renunció ante la radical oposición de Bolívar, firme partidario del republicanismo y de la total desvinculación de cualquier lazo con España (Entrevista de Guayaquil, 26 de julio de 1822).37
A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a todas las repúblicas a semejanza de las Trece Colonias, estas no solo no se reunieron, sino que siguieron disgregándose. La Gran Colombia se disolvió en 1830 por separación de Venezuela y Ecuador; por su parte Uruguay, provincia oriental de las Provincias Unidas del Río de la Plata se independizó de su núcleo central, Argentina, en 1828 (previamente se había aceptado la no incorporación de Bolivia, que estaba prevista); y un intento por crear una Confederación Perú-Boliviana terminó con su derrota militar a manos de las tropas chilenas, en 1839. Las Provincias Unidas del Centro de América se independizaron del Primer Imperio mexicano al transformarse este en república (1823) para formar una República Federal de Centroamérica, que a su vez se disolvió en las guerras civiles de 1838-1840. Únicamente Paraguay, que había iniciado su andadura independiente en 1811 sin oposición efectiva, permaneció ajeno a esas unificaciones y divisiones, tras fracasar el intento rioplatense de incorporarlo.
El republicanismo hispanoamericano no construyó opciones políticas democráticas, y la igualdad se veía (en términos similares a los de Tocqueville) como una amenaza al equilibrio social de una ciudadanía en precaria construcción. Las luchas internas entre federalistas y centralistas caracterizaron las primeras décadas del siglo XIX, seguidas por las que dividieron a liberales y conservadores.
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