miércoles, 23 de octubre de 2013

Grecia antigua
















Hélade es el concepto geográfico y cultural que abarcaba en la Antigüedad clásica el territorio habitado por los griegos o helenos, más amplio que la actual Grecia, y que comprendería el territorio continental europeo que va desde el Peloponeso al sur hasta una difusa separación con Macedonia, Tracia y Epiro al norte; además de las islas del mar Egeo y del Mar Jónico y la costa occidental de la actual Turquía (Jonia) hasta el Helesponto. También se asimilaban al concepto de Hélade las colonias griegas establecidas por todo el Mediterráneo; y también podían entenderse próximos a él los extensos territorios de las monarquías helenísticas de Egipto y el Próximo Oriente, que en mayor o menor medida habían sido helenizados.

La monarquía helenística era personal, lo cual significaba que podía llegar a ser soberano cualquiera que, por medio de su conducta, sus méritos o sus acciones militares, pudiese aspirar al título de basileus. En consecuencia, la victoria militar era, la mayoría de las veces, el acto que legitimaba el acceso al trono, permitiendo así reinar sobre una provincia o un estado. Seleuco I utilizó la ocupación de Babilonia en 312 a. C. para legitimar su presencia en Mesopotamia, o su victoria en 281 a. C. sobre Lisímaco para justificar sus reivindicaciones sobre el Bósforo y Tracia. Asimismo, los reyes de Bitinia sacaron provecho de la victoria en 277 a. C. de Nicomedes I sobre los gálatas para afirmar sus pretensiones territoriales.
Esta monarquía personal no tenía reglas de sucesión precisas, por lo cual eran frecuentes querellas incesantes y asesinatos entre los muchos aspirantes. Tampoco existían leyes fundamentales ni textos que determinaran los poderes del soberano, sino que era el propio soberano quien determinaba el alcance de su poder. Este carácter absoluto y personal era, a la vez, la fuerza y la debilidad de estas monarquías helenísticas, en función de las características y la personalidad del soberano. Por tanto, fue necesario crear ideologías que justificaran la dominación de las dinastías de origen macedonio y de cultura griega sobre los pueblos totalmente ignorantes de esta civilización. Los lágidas pasaron, de este modo, a ser faraones ante los egipcios y tenían derecho a aliarse con el clero autóctono, otorgando espléndidas donaciones a los templos.
En cuanto a los pueblos de origen griego y macedónico que también gobernaban, los soberanos helenísticos debían mostrar la imagen de un rey justo, que asegurase la paz y el bienestar de sus pueblos, existiendo así la noción de evergetes, el rey como benefactor de sus súbditos. Una de las consecuencias, acaecida ya en el reinado de Alejandro Magno, fue la divinización del soberano, a quien rendían honores los súbditos y las ciudades autónomas o independientes que habían sido favorecidas por el rey, lo que permitió reforzar la cohesión de cada reino en torno a la dinastía reinante.
La fragilidad del poder de los soberanos helenísticos les obligaba a una incesante actividad. En primer lugar era necesario vencer militarmente a sus adversarios, por lo que el periodo se caracterizó por una serie de conflictos entre los propios soberanos helenísticos o contra otros adversarios exteriores, como los partos o la incipiente Roma. Los soberanos se veían obligados a viajar constantemente a fin de instalar guarniciones, a la vez que erigían ciudades que controlasen mejor las divisiones administrativas de sus reinos, siendo sin duda Antíoco III el monarca helenístico que más viajó entre Grecia, Siria, Egipto, Mesopotamia, Persia y las fronteras de India y Asia Menor, antes de morir cerca de la ciudad de Susa en 187 a. C. A fin de mantener sus armadas y financiar la construcción de las ciudades, fue indispensable que los soberanos desarrollaran una sólida administración y fiscalidad. Los reinos helenísticos se convirtieron así en gigantescas estructuras de explotación fiscal, erigiéndose en herederos directos del Imperio Aqueménida. Este trabajo agotador, al que se unían las incesantes quejas y recriminaciones (ya que el rey era también juez para sus súbditos) hicieron exclamar a Seleuco I:
Alrededor de estos soberanos gravitaba una corte en la que el cometido de los favoritos se volvió gradualmente preponderante. Por regla general, eran los griegos y los macedonios los que casi siempre ocuparon el título de amigos del rey (philoi). El deseo de Alejandro Magno de asociar las elites asiáticas al poder fue abandonado, por lo que esta dominación política greco-macedónica adquirió, en muchos aspectos, la apariencia de una dominación colonial. Para conseguir unos colaboradores fieles y eficaces, el rey tenía que enriquecerlos con donaciones y dominios pertenecientes al dominio real, lo cual no impidió que algunos favoritos mantuvieran una dudosa fidelidad, y en ocasiones, especialmente en caso de una minoría de edad real, ejercer efectivamente el poder. Son los casos de Hermias, del que Antíoco III no pudo deshacerse fácilmente, o Sosibios en Egipto, al que Polibio achacó una reputación siniestra.
Estos reyes disponían de un poder absoluto, pero estaban sometidos a múltiples obligaciones, como asegurar sus fronteras, vencer a sus enemigos y poner a prueba su naturaleza real por medio de su comportamiento, legitimando su función por la divinización de su persona. En la época clásica, el modelo de la monarquía, rechazada por los filósofos griegos, era asiático; en la época helenística era griego.


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