jueves, 24 de octubre de 2013

Ciencia y magia



El nuevo espíritu inquisitivo, que puede considerarse como parte de la mentalidad burguesa, produjo un cuestionamiento general de la sabiduría medieval, basada en el criterio de autoridad, y expresada en aforismos como «magister dixit» («el maestro lo ha dicho») o «Roma locuta, causa finita» («Roma ha hablado, la cuestión está terminada»). Nació así, ya en la Baja Edad Media, la investigación empírica de la naturaleza, aunque al menos hasta la Ilustración convivió con elementos que hoy nos sorprenden y que tendemos a calificar de irracionales: figuras como Paracelso (el constructor de la yatroquímica) o Nostradamus (respetadísimo por todos los reyes de Europa), que reclaman conocimientos mistéricos, son tan representativas del Renacimiento científico como el cirujano militar Ambroise Paré o el constructor de autómatas Juanelo Turriano. Los problemas que llevaron a la muerte a Giordano Bruno o Miguel Servet son justamente la no separación de las esferas de la ciencia y la religión. Casos menos trágicos, pero que hacen ver cómo no había una evidente separación entre el mundo de la ciencia y el de conocimientos menos metódicos son el de Johannes Kepler o John Dee, que se ganaban la vida como astrólogos, lo que les permitió acercarse al poder además de desarrollar otra faceta más científica de su producción intelectual, o el del propio Isaac Newton que, en este caso de forma oculta, tenía su lado oscuro relacionado con la alquimia.
El choque cultural entre los diversos pueblos del mundo (europeos, americanos, asiáticos, africanos) llevó a que las diferentes civilizaciones explotaran la credulidad y la condición «poco civilizada» que indefectiblemente asignaban a los otros, a partir de la predicción de eclipses, las técnicas antisísmicas, los hábitos higiénicos, las novedosas armas, los conocimientos sobre especies vegetales y animales, el uso de tecnologías nunca vistas por el otro. En algunos casos los «otros» fueron considerados dioses y en otros casos, animales.
La credulidad de los pueblos europeos adquiría formas específicas. Se seguían venerando reliquias e imágenes de diversos seres sobrenaturales (entre los católicos) o cruzando el mundo para fundar jerusalenes terrestres (entre los protestantes), acudiendo a los reyes para curar la escrófula, o exorcizándolos cuando estaban "hechizados" (Carlos II de España)... En pleno siglo XVIII Feijoo tenía que dedicarse a combatir supersticiones que al mismo tiempo eran mantenidas desde la cátedra de matemáticas de Salamanca (el inefable Diego de Torres Villarroel). El mundo del ocultismo y lo esotérico convivió entre los mismísimos ilustrados (el caso del napolitano Raimondo di Sangro).
La escuela de Atenas, fresco de Rafael, en las Estancias Vaticanas (1510). Aparece Leonardo da Vinci como Platón, Bramante como Euclides y Miguel Ángel como Heráclito; el mismo autor nos mira de frente. El atrevimiento era enorme, e inimaginable en cualquier otra época anterior, o en otra civilización, no sólo por esa razón: este fresco se opone en la Estancia de la Signatura al de La Disputa del Sacramento, de idéntico formato, pero de contenido opuesto: si los personajes de este cuadro buscan la verdad con la razón, los del otro lo hacen con la fe. La conciliación de ambas parecía posible en ese momento; pocos años después, la reforma de Lutero y la contrarreforma católica parecerán desmentirlo. Los artistas del renacimiento eran verdaderos humanistas que entendían de todas las artes y las letras (posiblemente las siete artes liberales están aludidas iconográficamente en la composición). Aún no se habían separado, como ocuriría en la Edad Contemporánea, las letras y las ciencias (lo que nos origina el problema de las dos culturas).39 Como carrera digna de la vocación de un joven, a las letras se le oponían las armas (como en el famoso discurso de Don Quijote)40 y a las letras humanas, las letras divinas. Un refrán (también citado por Cervantes) proporcionaba otros dos destinos diferentes, pero también inverosímiles antes de esta época: Iglesia, mar, o Casa Real.41 Por otro lado, no olvidemos que, al tiempo que se revaloriza la antigüedad clásica, se pone en cuestión la autoridad. El debate de los antiguos y los modernos, resuelto finalmente en favor de éstos, supondrá el punto de partida del pensamiento moderno.
La Historia Naturalis Brasiliae (1648) recoge los resultados de la expedición del holandés Willem von Piso y el alemán Georg Marcgraf, en el momento en que Holanda era la potencia colonial predominante en el área brasileña. La Era de los Descubrimientos está dando paso paulatinamente a las expediciones con fines científicos que no excluyen, sino que racionalizan la búsqueda de recursos y la explotación utilitaria del conocimiento.
El Chimborazo estudiado por Alexander von Humboldt (1805), el descubridor científico del Nuevo Mundo, según Simón Bolívar y, además de un perfecto ilustrado y una figura pre-romántica, uno de los últimos científicos humanistas: a la vez explorador, geógráfo, oceanógrafo, geólogo, botánico, demógrafo, diplomático y amigo de los mejores poetas de su tiempo. Su expedición a América enviado por Carlos IV (con motivo de la cual se entrevista con José Celestino Mutis en Bogotá) pudo haber sido uno de los episodios más decisivos de la ciencia en la Monarquía Hispánica, cada vez más implicada en proyectos punteros que implicaban a ambos lados del Atlántico (como la expedición Balmis, que difundió la vacuna de la viruela), pero debido a la crisis final del Antiguo Régimen (que también lo fue de la mayor parte del régimen colonial español) la publicación de sus hallazgos no pudo ser aprovechada por sus promotores y más bien aprovechó a una potencia emergente: los recién nacidos Estados Unidos. Sus investigaciones, como otras coetáneas, es muestra de que por fin una percepción científica de la Tierra estaba esbozándose en esos últimos años de la Edad Moderna, con las expediciones de Cook, La Pérouse, Malaspina y los trabajos de determinación del Sistema Métrico.
La presencia de lo sobrenatural en la vida cotidiana era admitida por todas las esferas sociales, incluyendo movilizaciones colectivas de miedo, como la caza de brujas, más cruel e irracional en el norte europeo (supuestamente más "moderno") y en las colonias británicas, que en el sur (supuestamente más "atrasado") y en las colonias iberoamericanas.42 La percepción popular de los complicados debates teológicos estaba muy lejos de ser racional, en un mundo mayoritariamente iletrado (incluso con el esfuerzo divulgador de la escritura hecho por la Reforma gracias a la imprenta), y producía casos en los que la persecución inquisitorial se encontraba buscando herejías inexistentes, que los acusados eran incapaces de elaborar por sí mismos.43 La comparación con otras civilizaciones tampoco deja a la occidental en mejor lugar: la experiencia en Estambul de la lady inglesa Mary Montagu44 en fechas tan avanzadas como la primera mitad del siglo XVIII (que la permitió comparar a los effendi otomanos con pensadores tan secularizados como Alexander Pope o Jonathan Swift) es lo suficientemente ilustrativa.
1543 fue un año en el que aparecieron dos obras trascendentales: Nicolás Copérnico postuló por primera vez el Heliocentrismo cuestionando así el Geocentrismo del griego Tolomeo, mientras que Andrés Vesalio revisó la anatomía de Galeno. La senda abierta por ambos fue fructífera: en Física y Astronomía, los aportes acumulados de Tycho Brahe, Galileo Galilei y Johannes Kepler cambiaron la visión del universo, mientras que lo propio hacían en la Medicina Miguel Servet, William Harvey y Marcello Malpighi, entre otros. Toda una escuela de matemáticos italianos, como Bonaventura Cavalieri, prepararon las herramientas matemáticas necesarias para que Isaac Newton postulara de manera científica la Ley de la gravedad, con la publicación de los Principios matemáticos de filosofía natural en 1687.
Fue determinante para la construcción de la ciencia moderna la comunicación entre científicos que permitía el intercambio epistolar (fue particularmente enriquecedora la correspondencia de Newton con Leibniz), la publicación y la institucionalización (Royal Academy, Academia de Ciencias Francesa). Pero sería erróneo considerar que la sucesión de descubrimientos y el enlace de biografías de científicos conducía inevitablemente al nuevo paradigma. La resistencia al cambio era o parecía tan fuerte como las (no tan evidentes) pruebas de la nueva visión de la naturaleza: Tycho Brahe hizo jurar a Kepler no pasarse al bando copernicano; éste tuvo que hacer un costosísimo ejercicio de honestidad científica para defraudar a su maestro y a sus propias preconcepciones místicas de la armonía celestial; la retractación de Galileo no fue tan insincera como la visión romántica nos puede hacer creer, pues él mismo tenía un verdadero problema de conciliación de su fe con el testimonio de su razón y sus sentidos; el mismo Giovanni Cassini, que había sido capaz de la extraordinaria proeza de convertir en reloj a los satélites de Júpiter (lo que permitió dar la primera estimación de la velocidad de la luz), jamás llegó a aceptar semejante posibilidad. Para ello era necesaria una verdadera Revolución científica no muy alejada de las revoluciones social o política que la sostuvieron.45
El siglo XVIII representó un avance de otra disciplinas fundamentales, como fueron la química o las ciencias biológicas, con no menos trabas conceptuales. Hasta que Lavoisier no dio el impulso definitivo a la nomenclatura sistemática y la cuantificación de la disciplina (1789),46 no se superaron extrañas teorías como la del flogisto, que querían conciliar los nuevos datos experimentales con las viejas concepciones alquímicas o derivadas del concepto de elemento clásico griego. Las sistematizaciones taxonómicas de Buffon o Linneo también fueron esenciales, pero hubo que esperar hasta mucho más tarde para desmentir teorías como la generación espontánea o integrar la microscopía que se venía desarrollando desde el siglo XVII (Leeuwenhoek). La secularización de la ciencia no llegó a producirse nunca del todo (como comprobó más tarde Darwin), pero al menos Laplace pudo atreverse a replicar a Napoleón, cuando éste le preguntó qué papel le reservaba a Dios en el Universo, que no había tenido necesidad de tal hipótesis.
Paralelamente se desarrolló el maquinismo de la primera revolución industrial (máquina de vapor de Thomas Newcomen 1705, de James Watt, 1774), pero sin que la ciencia tuviera mucho que ver en ello, puesto que los principios de la termodinámica se descubrieron por el desafío que suponía la nueva máquina, y no al contrario. Hubo de esperarse a la segunda revolución industrial para que la ciencia y la tecnología se retroalimentaran.
Las novedades económicas que el desarrollo del capitalismo comercial trajo consigo, provocó la aparición de la primera literatura económica, cuyos primeros testimonios fueron los mercantilistas españoles (Tomás de Mercado, Sancho de Moncada). La definición de una doctrina económica con pretensiones más científicas (que realmente no pasaba de ser un sencillo aparato matemático, que no rivalizaba con el de otras ciencias) debió esperar a la Fisiocracia de Quesnay (Tableau Economique, 1758), que, en oposición a la obsesión intervencionista del mercantilismo, propone la libertad económica (el laissez faire) y una simplificación fiscal, sobre la base de que es la tierra la única fuerza productiva. En 1776, el escocés Adam Smith da el certificado de nacimiento a la moderna economía con su libro La riqueza de las naciones, rápidamente divulgado por Jean Baptiste Say o Jovellanos, y que aún sigue siendo considerada como la Biblia del liberalismo económico.
La resistencia a los avances científicos fueron notables, y no provinieron únicamente del pensamiento reaccionario tradicional. China se mantuvo abierta durante un tiempo al intercambio cultural, aunque luego prefirió mantener el aislamiento, en lo que no tuvo tanta eficacia como Japón. Posiblemente en esa diferencia estribó la divergente trayectoria de uno y otro país a partir de la segunda mitad del siglo XIX: evitar o no las relaciones de dependencia parece retrospectivamente esencial para generar sociedades tecnológicamente desarrolladas. La minoría ilustrada y los zares reformistas de Rusia anhelaban la modernización y el acercamiento a una Europa occidental que veía idealizadamente como una contrafigura de su atraso. Si Ámsterdam permitía una excepcional libertad de pensamiento y prensa, también lo hacía Venecia. Las universidades protestantes no eran menos escleróticas que las católicas frente a las innovaciones. En Europa el despotismo ilustrado fue muy receptivo a toda clase de ciencias, mientras que en la República que él mismo había contribuido a traer, Lavoisier fue guillotinado al grito funesto de La revolution n'a pas besoin de savants (La revolución no necesita sabios). En América, las nuevas repúblicas recurrieron a la ciencia y la educación popular como un mecanismo para la construcción de sus naciones, en especial los Estados Unidos, que un siglo después desplazaría a las europeas como potencia mundial dominante.
La alfabetización fue en todo el mundo un recurso esencial para ello: desde la imprenta de Gutemberg hasta los medios de comunicación de masas, si un objeto puede simbolizar la Edad Moderna, es la terrible potencia transformadora de un trozo de papel con un mensaje escrito. No obstante, incluso bien entrada la Edad Contemporánea, en la mayor parte del mundo la capacidad de descifrar su significado seguía estando reservado a las capas sociales superiores, más numerosas que en la Edad Media, pero que condenaban a los menos favorecidos a la ignorancia de la cultura escrita y a las limitaciones de la (por otra parte riquísima) cultura tradicional oral.

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